sábado, 14 de abril de 2007

EL TAMBO-HUACA DEL CERRO MAUCO

Hacia una interpretación de la ocupación inka en Chile central desde la perspectiva de Suelo Americano.

PARTE III
El Ascenso

Así, el ascenso lo desarrollamos con la mayor de las reverencias que nos fue posible, y con un acto humano que consistía en el reconocimiento de ese suelo, de la vigencia de la Pachamama o Mapu, como la entidad que aún hace posible la existencia de hombres y mujeres en el territorio, para lo cual ofrendamos a la tierra alimentos, hojas de coca, chicha de manzana y objetos personales que cada uno traía consigo. Comenzamos a atisbar una idea del sacrificio.

Adoptamos la actitud de un diálogo: no vamos a conquistar nada, y sentimos que el cerro Mauco se erige como entidad porque demuestra un carácter. El primer tramo de nuestro recorrido es con una brisa agradable y tranquila. Hemos proyectado el camino desde el plano (ingresamos al predio desde el cruce del camino a Quintero con el canal Mauco, al frente del club de aeromodelismo) tratando de seguir las instrucciones dadas por el hombre que nos abordó en Colmo. Según nosotros entendimos, o quisimos entender, la ruta consistía en un ascenso de los primeros dos morros que teníamos directamente hacia el norte (el contrafuerte sur) y que en la cartografía que portábamos aparecían marcados con una altitud de 480 y 495 msnm.. El acceso a ellos fue lo más difícil de todo el viaje, pues un recorrido de poco menos de dos kilómetros para subir 300 metros nos había tomado alrededor de tres horas y media.

Al principio, accediendo por un pequeño curso de agua seco, los matorrales marcados con lanas rojas nos pusieron tal vez demasiado optimistas sobre la tarea, pero por otra parte aquello era una marca clara de que no estábamos perdidos y que aquél era el camino correcto, había cultura de cerro en la marca y una humanidad que le hablaba a unos desconocidos que éramos nosotros o cualquier otro; sin embargo una vez llegados a una puntilla desde donde decidimos comenzar a crestear hasta llegar a la cumbre, el camino se nos cerró como se les había cerrado a los otros que nos habían precedido.

En fin, después de mucho esfuerzo, llegamos a una depresión semi plana entre los dos morros, en donde descansamos y comimos algo, discurriendo de las alternativas que nos quedaban por delante. El humor no había decaído mucho. El espacio en cuestión, sin ser en rigor de pocas dimensiones, tenía una estrechez algo incómoda, algo había en el ambiente que lo hacía poco amable. De hecho no había buena vista hacia el horizonte marino al que prácticamente dábamos la espalda, y todo el entorno tenía penosas reminiscencias del enorme incendio que se había comido al cerro en primavera. Allí el cerro nos enrostró de forma brusca nuestra naturaleza humana que nos hacía dependientes de unas condiciones que nadie puede dominar. Nos quedaban apenas un par de horas de luz día y menos de medio litro de agua. Necesitábamos por lo tanto resolver estos inconvenientes a la brevedad, pues aunque los cuatro estábamos claros que no llegaríamos a la cumbre en el mismo día y no teníamos problema si lográbamos hacerlo temprano al día siguiente, esto implicaba avanzar lo más posible antes de que se acabara la luz, con posibilidades inciertas de encontrar agua más adelante. Incluso, se instaló entre nosotros el ánimo de que si esta vez el Mauco no nos permitía subirnos a su cima, habría que aceptar sin más esa situación.

En el transcurso de esas tres horas y media de ascenso nuestro ánimo se había hecho cada vez más entregado y atento a las señales que nos daba el lugar, no obstante hacíamos el mejor esfuerzo por llegar a conocer lo que éste tenía que ofrecernos. Este ánimo era fruto justamente de la actitud que proponía el cerro, de unos ritmos y tiempos que le eran propios, de nuevos sacrificios que alguno de nosotros tuvo que hacer mientras subía, y de la comprensión que nos daba la certeza inexorable de ser tan simple e irrevocablemente humanos que precisan de la luz para ver el camino y del agua para calmar la sed, la que andando por pendientes y alturas a pleno sol es mucha. Este espíritu de sacrificio del que hablo no tiene que ver con el “hacer penitencia” o “pagar pecados”. Es distinto del concepto judeocristiano del castigo, y tiene más que ver con la noción de generar un estado espiritual que facilite el diálogo con las fuerzas superiores que dominan la naturaleza incontrolable. Es finalmente un hacer humano en el ámbito de las relaciones con lo sobrehumano, y en este sentido tiene una connotación profundamente social, ya que el sacrificio siempre involucra a unos otros que se benefician de él. De esta manera es posible atisbar el privilegio que significaba para un quechua, o aymará, o kollahuaya, o picunche, entregar a un hijo para el sacrificio al Inti o a una hija para servir en el templo de las vírgenes; pues esto ubica a los sacrificados al lado del dios y a sus parientes más cerca del Inka.

Mientras descansábamos unos viajeros que antes habíamos visto subir y adelantarnos, habían desistido de llegar a la cumbre del Mauco y volvían hacia Colmo por la inminente falta de luz y abundancia de tebos. Al bajar nos dieron noticia de la existencia de agua en la quebrada que quedaba hacia el oriente de donde nos encontrábamos a unos doscientos metros de distancia. Según nuestra cartografía y por noticia de los mismos viajeros, existía un enorme portezuelo al otro lado del morro más alto que teníamos hacia el norte, y a partir de allí se podía llegar hasta la cima fácilmente. Pensamos en levantar un campamento para pernoctar en donde mismo estábamos o en la loma que teníamos al otro lado de la quebrada, hacia el oriente, para hacer la última parte de la ascensión al día siguiente. Pero mientras nos aprovisionábamos de agua en el fondo de la quebrada, en donde ésta manaba del fondo del cerro y se apozaba en pequeñas fuentes, Apolo y yo divisamos un sendero muy claro que llevaba hasta la cima de la loma oriental, en donde se divisaba un cerco. Optamos entonces por hacer un último esfuerzo y hacer todo lo posible por llegar al portezuelo rodeando el morro más alto que nos bloqueaba el paso, el que de afrontarlo directamente se vislumbraba mucho más difícil que el morro que acabábamos de atravesar.

Ese esfuerzo no tuvo que ser mucho, pues a los pocos minutos, siguiendo el sendero hacia el oriente, loma arriba, y luego el cerco mencionado hacia el norte, trasponíamos la cumbre del contrafuerte y se nos revelaba de qué manera un abismo profundo era capaz de constituir una altura tal. El Mauco y su punta se nos revelaban por primera vez al alcance, distante y monumental. Este enorme murallón de rocas blanquecinas que se derramaban hacia el abismo que tenía a sus pies, nos decía que su invitación no había sido para contemplar su altura, la que era por cierto imponente, sino más bien para abismarnos de su vacío.
Desde ese momento los regalos del lugar se sucedieron uno tras otro: una magnífica vista del monte Aconcagua hacia el oriente y, una vez llegados al portezuelo en donde decidimos acampar, el momento justo de la puesta de sol en el mar, leña apilada a disposición, un chuzo y un fogón hecho de piedras. Allí nos llevamos otra sorpresa: pensando que la forma del portezuelo, que se abría hacia el mar por un lado y hacia una especie de cajón por el lado de Chilhue era demasiado expuesta a las corrientes marinas, nos dimos a la tarea de buscar un lugar cobijado donde instalar el campamento, pero el aire era tan sorprendentemente cálido y agradable donde estaba el fogón y la leña, que optamos, muy acertadamente en quedarnos ahí.

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