sábado, 14 de abril de 2007

EL TAMBO-HUACA DEL CERRO MAUCO

Hacia una interpretación de la ocupación inka en Chile central desde la perspectiva de Suelo Americano.

PARTE IV
La Vigencia del Topónimo

“En los primeros momentos de nuestra afortunada ascension, una gruesa neblina empujada por fuerte brisa del norte, comenzó a envolver todos los contrafuertes i laderas de la montaña i no faltó álguien en la comitiva que presajiase mal de la empresa comenzada, atribuyendo aquella importuna camanchaca a los dioses i guerreros peruanos cuyas ruinas íbamos con nuestra curiosidad i trasiego a perturbar. Mas por fortuna el sol primaveral triunfó sin esfuerzo del océano, desgarrando en mil jirones aquella espesa venda, que en el valle llaman tradicionalmente “el gorro del Mauco,” dejándonos espeditos para proseguir nuestra tarea i gozar de ella.”
Benjamín Vicuña Mackenna, 1885. El Morro de Mauco. I su fortaleza incarial, en la estancia de Santa Rosa de Colmo en Al Galope. II, XVI, 74-75.


En el texto Un cruce de horizontes, Elogio del Mitimae, hago referencia a la existencia de un viajero de lo longitudinal del territorio, identificado con el kollahuaya[1], que por un lado entiende el mundo de un modo particular, a partir de lo que su trashumancia le propone, y por otro genera un cruce de caminos al encontrarse con un sistema de viajeros establecidos en el territorio, los que a su vez entienden también de un modo particular su propio mundo. Me aventuro a decir que la cultura Aconcagua ya había generado en este territorio la idea de la Calle Larga como modo de ocupación que simbolizaba y estructuraba una forma de adosar un habitar a la orilla del río, que en Chile siempre corre de huenten a lafquen, y así también capturar y glorificar el curso del sol que marca el tiempo eterno y sobrehumano que permite la vida sobre el Mapu. El bagaje que poseía este sistema de viajeros difiere completamente del que poseía el kollahuaya, pues no se trata de un viaje de migración sino más bien de un movimiento de mar a mar, atravesando la cordillera, lo que permite la existencia del territorio a partir de que genera un suelo cultural. Estos viajeros entonces son viajeros de lo permanente, de ida y vuelta, se mueven por una sola latitud, tienen siempre el mismo cielo y poseen un conocimiento profundo de lo que significa habitar en determinado territorio en relación con otras entidades culturales y con las entidades sobrenaturales.

El kollahuaya en cambio, junto con todo el movimiento migratorio que lo secunda hasta la instalación del sistema burocrático-administrativo del imperio Inka, lo que hacen es constituir el suelo cultural del camino y su lógica de habitar en altura, de construir posadas, de recorrer de chincha a colla[2] y de exponerse a que el dios al que veneran cambie su forma de ser a medida que el cambio de latitud se hace más drástico. Estos viajeros son viajeros de lo mutable, cambian permanentemente de latitud cambiando por ende constantemente de cielo y son empujados cada vez a reinventarse su relación con los dioses, pues los dioses que traen a cuestas adoptan unas especificidades particulares para cada lugar[3].

Distinguía en el citado texto dos elementos que este hacedor de caminos pudo tener en la comprensión del territorio:

1. La ya mencionada noción de lo longitudinal, que surge a partir de recorrer la cordillera, de armarse un camino de cumbres, de mediafaldas, de un cambio de latitudes (con todo lo que ello implica), de una provocación que esa inmensa presencia telúrica instala en el viajero, que significa querer asomarse a ver hasta dónde se acaba el mundo si es que acaba, pues para la escala humana la cordillera es una desmedida longitudinal que no termina nunca.

2. La relación con la altura como forma de habitar y como sentido de pertenencia. Aparece una necesidad de estar cerca del sol, de sentirse descendiente del achachila[4] del cerro y así, relacionándose desde la altura con el territorio, arquitecturizar la pendiente construyéndole, artificialmente, una cota cero, un zócalo o terraza a partir de la cual se habita o cultiva. Se carga así con una memoria cultural que hace las veces de filtro por donde pasa la interpretación del mundo.

A éstos elementos habría que agregarle ahora

3. La constitución del camino como forma de ocupar, el que en su concatenación de medidas humanas, de tambo a tambo, constituidas a partir de la contraposición de otras magnitudes (los caminos transversales), conforma un suelo cultural que trasciende a la mera comunicación vial. Así comienza a entenderse el territorio a partir del camino y del viaje migratorio, que generan nuevas situaciones al cruzarse con las situaciones locales.[5]

Si aceptamos la hipótesis de la importancia de la observación de fenómenos celestes para la constitución de las actividades que sustentan una cultura (agricultura, ganadería, crianza de los hijos, ritualidad, etc.) y la hipótesis propuesta en el texto Un cruce de horizontes que dice que es en el cruce de caminos, previo a la expansión incaica, en donde germina la existencia del mitimae, podemos inferir la lógica con que los recién llegados empiezan a considerar la importancia del cerro Mauco para el sistema del Bajo Aconcagua y los objetivos y funciones que la instalación de su cumbre cumplía para el mitimae de Quillota.

Creo que es en El Pensamiento Salvaje en donde Leví Strauss aclara que el problema de la comprensión de la explicación de un fenómeno no está en su posibilidad física “real”, sino en la posibilidad que las cosas se miren de tal manera que sean capaces de explicar un orden del mundo, el que sería uno entre tantos otros propuestos. Así, para el caso del cerro Mauco y su “fortaleza incarial”, creo que una buena puerta de entrada a la comprensión de su existencia y significado está en el topónimo “Mauco” y en los significados que se le atribuyen desde el punto de vista de la cultura que lo nombra.

Recordemos en principio que “mauco”, del mapudungún, deriva de “maung”, que apela al estar suspendido algo o alguien, y “co” que quiere decir “agua”. Mauco entonces significaría “agua suspendida”, en alusión a la nube característica que cubre de tanto en tanto al cerro.[6] Podemos ver en Vicuña Mackenna que esta característica del cerro es reconocida en el XIX y constatamos que en la actualidad aún lo es. Pero esta característica es además una cualidad del cerro, y de ese modo es también un valor que entra a interactuar con el habitar de los pueblos del valle. Para los agricultores de la época preincaica poseedores de una economía de subsistencia, la señal que era capaz de dar el Mauco era un elemento fundamental para marcar unos momentos y unos tiempos en el desarrollo de las faenas del oficio, especialmente en las zonas regadas exclusivamente por aguas lluvia.

El valle de Quillota no posee unas condiciones de suelo excepcionalmente fértiles, pero se ha establecido que la feracidad que posee se debe principalmente a las óptimas condiciones de temperatura y humedad que es capaz de mantener durante gran parte del año. Sin ser un experto climatólogo uno podría lícitamente pensar que el cordón de cerros que constituyen un muro noroccidental y que tienen al Mauco como remate sur, adquieren una importancia fundamental en esto al modular la relación del valle con la humedad del mar. El Mauco se erigiría como cima destacada y de alguna manera como la entidad responsable de que el sistema climatológico del bajo Aconcagua opere como lo hace. Así el topónimo es, más allá de una constatación, la descripción de una estructura de relaciones en el territorio, un atributo simbólico y concreto invariante a través del tiempo.

Lo anterior es una lectura del topónimo en relación con el valle, pero ¿qué sucede con la ocupación misma del cerro? Creo que los picunche que habitaban el valle no sólo nombraron al Mauco de una manera objetual, sino que también al nombrarlo lo estaban indicando como lugar, como espacio concreto cualificado susceptible de ser habitado. Se me ocurre que la fundación del Mauco se efectuó en el único lugar en donde es posible tener la experiencia de esa “agua suspendida”, que es en el portezuelo anterior a su cima. En ese lugar es posible aún hoy, mojarse con la humedad que como una ola de nubes se abalanza desde el lafquen hacia el valle, diferenciando fuertemente tres lugares:

1. Las alturas del contrafuerte sur del cerro que con su fiereza de tebales y espinos se convierten en los guardianes que protegen el lugar. Este preámbulo a la ascensión podría entenderse como un espacio de purificación o de preparación y es tan distinto a lo que ocurre al traspasarlo que podría pensarse que posiblemente antaño eran nombrados con un nombre específico.

2. El portezuelo que marca una dirección puel-lafquen y que trae al mar y su humedad a través de su abertura, generando una kancha en donde se construye otro suelo (de nubes).

3. La altura del Mauco que se erige desde su abismo, y que establece una relación con las otras cimas que tutelan el valle y que se separa del suelo de los mortales acercándose al lugar natural del sol, en el techo del mundo.

Con esto en mente podemos volver a pensar en los kollahuaya que, debido a su cambio de latitud, necesitan reconstruir la trama de relaciones que tienen con su dios principal a partir de las especificidades del lugar. Entonces estos migrantes se construyen un zócalo allí donde los naturales ya tienen definido un lugar principal y tal vez entienden al Mauco como el achachila que dio origen a los pueblos del lugar, constituyéndose así en una huaca o lugar sagrado. No obstante esto, le introducen a su lectura del espacio unos elementos culturales propios que dicen relación con el habitar la altura y la pendiente y con constituir un camino.

Así podemos llegar a inferir que el Mauco, como lo conocemos hoy, se origina en el cruce de caminos, en la intersección de dos suelos culturales que se están convidando, en lo simbólico, unos modos de entender el territorio. Pero esta reflexión así no más es aún incapaz de darnos noticia acerca de la función de la instalación de la cumbre del Mauco.
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NOTAS


1 Etnia altiplánica que, bajo el influjo del imperio Inka, participó de los mitimaes hacia el Collasuyu.

2 O sea de norte a sur.

3 La importancia del cambio de latitud para la relación con los dioses, está considerada desde el punto de vista que estando íntimamente ligadas religión y astronomía, el que un fenómeno celeste como el paso del sol por el cenit se dé o no incide en la consideración del tiempo marcado por el dios en cuestión.

4 Achachilas, elemento de la mitología andina que aún subsiste en algunos lugares de considerar a las montañas, cerros, cuevas, ríos, y efigies como antepasados que originaron la vida de cada pueblo. Enrique Brovo Mamani, Devoción, Superstición y Expresión Andina.

5 El camino del inka no es sólo la concreción de una obra de infraestructura, sino también el reflejo del pensamiento simbólico del pueblo que lo construyó. Así, existen dos caminos que responden a la naturaleza dual del mundo inka, uno del plano y otro de altura, diferenciados en su simbolismo y función (Stehberg, 1995).

6 Mauco también ha sido interpretado como “agua de lluvia” (Grau, Juan. 1998. Voces indígenas de uso común en Chile), lo que no dista mucho del significado propuesto aquí, pero hemos elegido el de "agua suspendida" por parecernos más rico conceptualmente.

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I. INTRODUCCION
II. LOS ACERCAMIENTOS
III. EL ASCENSO
IV. LA VIGENCIA DEL TOPONIMO
V. ¿UNA "FORTALEZA" INCARIAL?
VI. QUÉ HACER CON LA RUINA

EL TAMBO-HUACA DEL CERRO MAUCO

Hacia una interpretación de la ocupación inka en Chile central desde la perspectiva de Suelo Americano.

PARTE III
El Ascenso

Así, el ascenso lo desarrollamos con la mayor de las reverencias que nos fue posible, y con un acto humano que consistía en el reconocimiento de ese suelo, de la vigencia de la Pachamama o Mapu, como la entidad que aún hace posible la existencia de hombres y mujeres en el territorio, para lo cual ofrendamos a la tierra alimentos, hojas de coca, chicha de manzana y objetos personales que cada uno traía consigo. Comenzamos a atisbar una idea del sacrificio.

Adoptamos la actitud de un diálogo: no vamos a conquistar nada, y sentimos que el cerro Mauco se erige como entidad porque demuestra un carácter. El primer tramo de nuestro recorrido es con una brisa agradable y tranquila. Hemos proyectado el camino desde el plano (ingresamos al predio desde el cruce del camino a Quintero con el canal Mauco, al frente del club de aeromodelismo) tratando de seguir las instrucciones dadas por el hombre que nos abordó en Colmo. Según nosotros entendimos, o quisimos entender, la ruta consistía en un ascenso de los primeros dos morros que teníamos directamente hacia el norte (el contrafuerte sur) y que en la cartografía que portábamos aparecían marcados con una altitud de 480 y 495 msnm.. El acceso a ellos fue lo más difícil de todo el viaje, pues un recorrido de poco menos de dos kilómetros para subir 300 metros nos había tomado alrededor de tres horas y media.

Al principio, accediendo por un pequeño curso de agua seco, los matorrales marcados con lanas rojas nos pusieron tal vez demasiado optimistas sobre la tarea, pero por otra parte aquello era una marca clara de que no estábamos perdidos y que aquél era el camino correcto, había cultura de cerro en la marca y una humanidad que le hablaba a unos desconocidos que éramos nosotros o cualquier otro; sin embargo una vez llegados a una puntilla desde donde decidimos comenzar a crestear hasta llegar a la cumbre, el camino se nos cerró como se les había cerrado a los otros que nos habían precedido.

En fin, después de mucho esfuerzo, llegamos a una depresión semi plana entre los dos morros, en donde descansamos y comimos algo, discurriendo de las alternativas que nos quedaban por delante. El humor no había decaído mucho. El espacio en cuestión, sin ser en rigor de pocas dimensiones, tenía una estrechez algo incómoda, algo había en el ambiente que lo hacía poco amable. De hecho no había buena vista hacia el horizonte marino al que prácticamente dábamos la espalda, y todo el entorno tenía penosas reminiscencias del enorme incendio que se había comido al cerro en primavera. Allí el cerro nos enrostró de forma brusca nuestra naturaleza humana que nos hacía dependientes de unas condiciones que nadie puede dominar. Nos quedaban apenas un par de horas de luz día y menos de medio litro de agua. Necesitábamos por lo tanto resolver estos inconvenientes a la brevedad, pues aunque los cuatro estábamos claros que no llegaríamos a la cumbre en el mismo día y no teníamos problema si lográbamos hacerlo temprano al día siguiente, esto implicaba avanzar lo más posible antes de que se acabara la luz, con posibilidades inciertas de encontrar agua más adelante. Incluso, se instaló entre nosotros el ánimo de que si esta vez el Mauco no nos permitía subirnos a su cima, habría que aceptar sin más esa situación.

En el transcurso de esas tres horas y media de ascenso nuestro ánimo se había hecho cada vez más entregado y atento a las señales que nos daba el lugar, no obstante hacíamos el mejor esfuerzo por llegar a conocer lo que éste tenía que ofrecernos. Este ánimo era fruto justamente de la actitud que proponía el cerro, de unos ritmos y tiempos que le eran propios, de nuevos sacrificios que alguno de nosotros tuvo que hacer mientras subía, y de la comprensión que nos daba la certeza inexorable de ser tan simple e irrevocablemente humanos que precisan de la luz para ver el camino y del agua para calmar la sed, la que andando por pendientes y alturas a pleno sol es mucha. Este espíritu de sacrificio del que hablo no tiene que ver con el “hacer penitencia” o “pagar pecados”. Es distinto del concepto judeocristiano del castigo, y tiene más que ver con la noción de generar un estado espiritual que facilite el diálogo con las fuerzas superiores que dominan la naturaleza incontrolable. Es finalmente un hacer humano en el ámbito de las relaciones con lo sobrehumano, y en este sentido tiene una connotación profundamente social, ya que el sacrificio siempre involucra a unos otros que se benefician de él. De esta manera es posible atisbar el privilegio que significaba para un quechua, o aymará, o kollahuaya, o picunche, entregar a un hijo para el sacrificio al Inti o a una hija para servir en el templo de las vírgenes; pues esto ubica a los sacrificados al lado del dios y a sus parientes más cerca del Inka.

Mientras descansábamos unos viajeros que antes habíamos visto subir y adelantarnos, habían desistido de llegar a la cumbre del Mauco y volvían hacia Colmo por la inminente falta de luz y abundancia de tebos. Al bajar nos dieron noticia de la existencia de agua en la quebrada que quedaba hacia el oriente de donde nos encontrábamos a unos doscientos metros de distancia. Según nuestra cartografía y por noticia de los mismos viajeros, existía un enorme portezuelo al otro lado del morro más alto que teníamos hacia el norte, y a partir de allí se podía llegar hasta la cima fácilmente. Pensamos en levantar un campamento para pernoctar en donde mismo estábamos o en la loma que teníamos al otro lado de la quebrada, hacia el oriente, para hacer la última parte de la ascensión al día siguiente. Pero mientras nos aprovisionábamos de agua en el fondo de la quebrada, en donde ésta manaba del fondo del cerro y se apozaba en pequeñas fuentes, Apolo y yo divisamos un sendero muy claro que llevaba hasta la cima de la loma oriental, en donde se divisaba un cerco. Optamos entonces por hacer un último esfuerzo y hacer todo lo posible por llegar al portezuelo rodeando el morro más alto que nos bloqueaba el paso, el que de afrontarlo directamente se vislumbraba mucho más difícil que el morro que acabábamos de atravesar.

Ese esfuerzo no tuvo que ser mucho, pues a los pocos minutos, siguiendo el sendero hacia el oriente, loma arriba, y luego el cerco mencionado hacia el norte, trasponíamos la cumbre del contrafuerte y se nos revelaba de qué manera un abismo profundo era capaz de constituir una altura tal. El Mauco y su punta se nos revelaban por primera vez al alcance, distante y monumental. Este enorme murallón de rocas blanquecinas que se derramaban hacia el abismo que tenía a sus pies, nos decía que su invitación no había sido para contemplar su altura, la que era por cierto imponente, sino más bien para abismarnos de su vacío.
Desde ese momento los regalos del lugar se sucedieron uno tras otro: una magnífica vista del monte Aconcagua hacia el oriente y, una vez llegados al portezuelo en donde decidimos acampar, el momento justo de la puesta de sol en el mar, leña apilada a disposición, un chuzo y un fogón hecho de piedras. Allí nos llevamos otra sorpresa: pensando que la forma del portezuelo, que se abría hacia el mar por un lado y hacia una especie de cajón por el lado de Chilhue era demasiado expuesta a las corrientes marinas, nos dimos a la tarea de buscar un lugar cobijado donde instalar el campamento, pero el aire era tan sorprendentemente cálido y agradable donde estaba el fogón y la leña, que optamos, muy acertadamente en quedarnos ahí.

lunes, 9 de abril de 2007

EL TAMBO-HUACA DEL CERRO MAUCO

Hacia una interpretación de la ocupación inka en Chile central desde la perspectiva de Suelo Americano

Parte II
Los acercamientos al Cerro Mauco

La primera impresión del Cerro Mauco surgió en la primavera de 2002, cuando ascendíamos el cerro de la Campanita en Quillota. En aquella oportunidad, poco después de la puesta de sol una nube blanca fue a posarse sobre la cumbre del cerro que a contraluz dominaba la desembocadura del Aconcagua que se había convertido en una serpiente de plata que adentraba luces al valle. No era visible ni Tabolango, ni Manzanares, ni Colmo, pero la sola presencia del Cerro Mauco era suficiente para saber de la existencia de estos pueblos, como si la tutela de su presencia generara unas tensiones que amarraran el territorio: desde donde nos encontrábamos hasta el Morro del Diablo, a San Pedro oculto, a Tabolango invisible, a la cumbre del Mauco y su Pukara tapados ahora por agua suspendida. Esa fue la primera vez que para mí comenzó a hacer sentido el topónimo que hablaba de “maung-co”, cuya traducción literal sería “agua suspendida”. Entonces, al oírla, se me hizo resonante la alocución de los habitantes del valle de que el sombrero del Mauco es una señal anunciadora de cambios de tiempo. Supimos empíricamente más tarde que su presencia era capaz de ir más lejos y efectivamente sentimos en la piel el cambio de tiempo, anunciado aquella tarde casi como una anécdota. Alrededor de las seis de la mañana del día siguiente la lluvia se había desatado sobre nuestro campamento en La Campanita, obligándonos a bajar apresuradamente.

Cerca de un mes más tarde una segunda aproximación la efectuamos desde el cementerio de Manzanares un 1º de noviembre. Allí comenzó a tomar cuerpo la necesidad de ascender al Mauco y evaluamos una posible ruta. Ésta consistía en seguir hacia el noroeste desde el cementerio para torcer levemente hacia el norte pasado un portezuelo, hasta alcanzar la línea de las cumbres y llegar cresteando a la cima, intentando encontrar el referido camino del inka que llegaba hasta el pukara. Desde ese punto de observación el Mauco se presentaba como un cerro grande pero amable, empezaban a surgir sin embargo unas interrogantes que lo sacaban violentamente del contexto de ser justamente una fortaleza pues esa función se hacía difícil de imaginar dada la ubicación geográfica respecto del sistema del Bajo Aconcagua. Pensábamos tal vez en un chasqui que avanzaba veloz por el camino, que supuestamente y según las referencias bibliográficas 1, corría por las crestas de los cerros de Chilecauquén hasta llegar a Boco, en donde estaría el centro administrativo del mitimae de Quillota, para avisar de guerreros por el norte o por el sur que venían a atacar. Sin embargo en términos de la velocidad de reacción ésta habría sido una tarea del todo poco práctica, pues un grupo de picunches habría podido tomarse tres veces Quillota antes de que una hueste incaica alcanzara a llegar a hacer cualquier cosa desde la cima.

Ese mismo día, en el camino desde Manzanares hacia Colmo el Cerro se hacía esquivo al ojo y confundía a los viajeros con otras cumbres que no eran su cima y eran incomparablemente más pequeñas, pero más cercanas. Ya desde Con Con, en la mera desembocadura del Aconcagua, el Mauco se nos presentaba completamente distinto. Esta vista de su ladera poniente lo hacía verse mucho menos abordable e imponente, entre otras cosas porque nos enseñaba todos sus 728 metros de altura, cosa que no percibíamos desde Manzanares. Nos sorprendió además su cualidad de mutabilidad según las horas del día. En cosa de pocas horas había cambiado de un color gris blanquecino, a un amarillo anaranjado y más tarde un rojo cercano al violeta. Muy probablemente la gama de colores era mucho más extensa en el transcurso del año a medida que el sol golpeaba con distintos ángulos sus laderas. Entonces se nos apareció su condición de faro a la que se refería Vicuña Mackenna 2, de la que hablaban los marinos del XVI en adelante. Pero ocurre que no sólo se constituía en faro de alta mar, sino también en un faro de interior, porque era capaz de señalar unas situaciones a unas distancias gigantescas para un pie humano.

Luego vino una noticia inquietante. En un extra noticioso de fines del mismo mes, la televisión mostraba al Mauco en llamas. Un incendio que comenzó presuntamente en el lado del cerro que pertenece a la comuna de Quintero (vale decir sus laderas norponiente) consumía vorazmente tebos, boldos, espinos y litres. La CONAF no disponía de recursos pues el incendio estaba “fuera de temporada” y Bomberos de las comunas involucradas se disputaban la incompetencia en la emergencia, por lo que ésta duró varios días y terminó de todos modos con la participación conjunta de ambas instituciones más el apoyo del ejército. Atento a las imágenes aéreas del Mauco en llamas que mostraba la televisión y a los esfuerzos poco decididos por apagarlo, el cerro se me apareció como una vastedad, la que consideraba mucho menos su altura en relación a su extensión. Se revelaba también el valor específico que tenía para quienes ostentan la propiedad de la tierra: el reporte de la CONAF señaló posteriormente la quema de pastizales, arbustos y flora nativa. Cabe pensar que la demora en la reacción tuvo que ver con que no se vieron amenazados en un principio las plantaciones de bosque de explotación forestal, ya que todas las especies citadas, para los intereses económicos forestales, no revisten mayor importancia, pues la flora nativa aludida no es explotada comercialmente. El Cerro Mauco es actualmente una propiedad en manos de inmobiliarias y un par de terratenientes. Pero para quienes no lo poseen y lo habitan de algún modo, ¿tiene alguna otra importancia? ¿Qué importancia tendría, por ejemplo, para aquel hombre que nos reveló el camino?

Finalmente vino, a fines de enero, la noticia sorpresiva que la expedición de Suelo Americano, la segunda que se realizaba (la primera estuvo compuesta por el grupo que el primer semestre de 2002 trabajó el pueblo de Colmo), no pudo llegar a la cumbre, primero por la recomendación de un hombre a caballo de desistir de continuar el camino so riesgo de recibir unos balazos sin previo aviso de la carabina del mismísimo señor Foster, dueño de aquellas tierras; más tarde, por la imposibilidad de encontrar una ruta segura (a resguardo) y que contara con agua para terminar con éxito el viaje. De este modo la expedición replanteó el objetivo de su pequeño viaje y termino en la Quebrada de Malacara, constatando de todos modos la pertenencia del Mauco a un sistema vial de época incásica. A partir de ese momento el Cerro Mauco comenzó a convertirse en un imposible, en un ente que se negaba, que se ocultaba, que confundía, que proponía por tanto una actitud especial para poder abordarlo. ¿Qué actitud posible era ésta?

Una noticia macabra que a la vez era un alivio, en el sentido que no tocó a ninguno de nosotros, vino a sumarse a las consideraciones y a las impresiones con que estábamos relacionándonos con el Mauco. Publicada el 18 de marzo en el Observador de Quillota hablaba del hallazgo de un cadáver carbonizado de sexo masculino encontrado por unos excursionistas viñamarinos, treinta metros antes de llegar a la cima anterior del Mauco (supongo que se refiere a la cima que está a 498 msnm. en el contrafuerte sur) y que se suponía fallecido en el incendio de noviembre pasado. Esto por supuesto daba cuenta de la ferocidad del incendio y hablaba de un momento adecuado para abordar el cerro por parte de nuestras expediciones, en términos de la humedad o extrema sequedad de la flora. De hecho la expedición de enero se libró de encontrarse con este hallazgo.

Una tercera expedición se realizó en abril de ese mismo año y estuvo compuesta por cuatro integrantes del grupo que trabajaba el tema del Pukara del Mauco. Ésta tampoco pudo llegar a la cumbre al verse rodeados de tebales alrededor de la cota 300 en el sector sur suroriente del contrafuerte sur. Con poco equipo, decidieron volver y acampar en el primer morro, al frente del club de aeromodelismo de Quintero. Del análisis de este viaje y la posterior discusión en clases, además de los elementos ya citados que dicen relación con la bravura del cerro y una cierta cualidad de engañar a quien lo aborda, pudieron extraerse dos ideas interesantes. Una tenía relación con la cualidad sonora del cerro por sobre la cualidad visual lo que agregaba otro elemento al cuestionamiento de si se trataba efectivamente de un Pukara lo que habrían construido los inkas, entendido éste como la infraestructura instalada en una cima por la administración del mitimae, destinada a defender militarmente un territorio determinado. La otra tenía relación con la actitud con la que debía abordarse el ascenso. Para mí quedó claro de allí en adelante que la entidad Mauco era muy esquiva, que no permitía de buenas a primeras una aproximación al modo como lo hace un escalador deportivo que “conquista” una cumbre, que la relación que propone un cerro con el hombre o la mujer tiene otras implicaciones que tienen más que ver con el sentirse ser humano, diminuto y, por sobre todo, perteneciendo a un sistema mayor, en comunicación con entidades superiores.

1. Keller, 1974; Stehberg, 1995.
2. Vicuña Mackenna, 1885.


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I. INTRODUCCION
II. LOS ACERCAMIENTOS
III. EL ASCENSO
IV. LA VIGENCIA DEL TOPONIMO
V. ¿UNA "FORTALEZA" INCARIAL?
VI. QUÉ HACER CON LA RUINA

viernes, 6 de abril de 2007

EL TAMBO-HUACA DEL CERRO MAUCO

Hacia una interpretación de la ocupación inka en Chile central desde la perspectiva de Suelo Americano.

PARTE I
Crónica Interrumpida a modo de Introducción Incompleta

La ascensión al cerro Mauco (ubicado en la desembocadura del río Aconcagua en la región de Valparaíso) y su “fortaleza incarial” descrita en la presente crónica fue el cuarto intento de expedición de Suelo Americano y la primera que lograba subirse a la cumbre. La épica se había instalado en el ánimo del viaje desde que, en el mes de enero de ese mismo año, una segunda expedición fuera negada de llegar por la amenaza fantasmal del señor Foster y su carabina. Por otra parte un muerto nos precedía y, como sabríamos más tarde, otro muerto nos recibiría a nuestro regreso.

El viernes 23 de mayo de 2003 se resolvieron todos los pormenores para iniciar el viaje al cerro Mauco, el que quedó fijado para el sábado 24. Por diversos motivos el grupo constituido en el curso no participaría de esta expedición, la que sería realizada en cambio por Apolo Coba, Julio Cayuqueo y Marcelo Velázquez, además de quien suscribe la presente crónica. El viaje fue planificado para temprano en la mañana en un bus Golondrina hacia Quillota, desde donde iniciaríamos el capítulo del viaje que nos llevaría a Colmo, punto de partida del tramo más importante. Curiosamente yo tenía el pasaje de ida en mi bolsillo guardado por acaso desde el Elogio del Mitimae efectuado en Quillota poco tiempo atrás, y estaba guardado junto con un trozo de cartulina blanca con dos bordes cortados a mano, del tamaño de dos boletos de micro, que decía en letra imprenta y escrito con lápiz de pasta azul: AZULENCO. Es curioso cómo un papel así se convierte también en boleto de viaje. De sólo encontrar aquella cartulina me viajé en la memoria de a pié entre Manzanares y las araucarias de don Benjamín Vicuña Mackenna en Colmo, y ahora recuerdo los pasajes de buses Golondrina con el mismo color azulenco que tenía una vez un caballo de la orilla norte del Aconcagua.

Pero volvamos a este otro viaje. Apenas encaramados en el bus se reveló el espíritu de la expedición, el que era de un buen humor balsámico que de a poco se iba transformando en herramienta fundamental del derrotero. Sentados en la mitad del bus al lado derecho, en donde si vamos por la 5 norte podemos ver fácilmente los cerros del oriente y las sucesivas apariciones y desapariciones del Aconcagua, y si vamos por la Calle Larga hacia Con Con vemos los cerros del Chilecauquén detrás de enormes paltos, verde producto del cruce de caminos de hace mil años en el Bajo Aconcagua, nos disponemos a lo que nos espera entre conversaciones serias y risotadas absurdas.

Quillota nos la proponemos como una estación en donde aperarnos de las últimas “previsiones” necesarias para la ascensión, pero el destino que teníamos trazado dispuso que no tendríamos ni El Observador de Quillota, ni paltas, ni más longanizas: que el viaje se haría con lo que cada uno ya andaba trayendo. Así llegamos a Colmo como de improviso porque como si todo fuese parte de una maquinaria invisible que nos pone las condiciones allí adelante, la micro hacia nuestro tambo de orilla de río nos esperaba a punto de partir al frente de la Estación Vieja de Quillota para trasladarnos alegres, ansiosos y progresivamente alertas.

Ya en Colmo, aquel pueblo que apenas sabe que tiene río, establecimos nuestro tambo y compramos azúcar, sal, y pan, pues casi no era posible conseguir otra cosa ni por un precio poco razonable ni nada. Allí hicimos el último acomodo al equipaje antes de iniciar el ascenso mientras, providencialmente, un hombre se nos acercaba a preguntarnos algo que para él tal vez resultaba obvio en ese lugar y para nosotros resultaba lógico por nuestra indumentaria: Sí, íbamos a acampar al Mauco, con intenciones de llegar a la cumbre. “¿Tendrá usted alguna noticia de cuál será el camino más indicado?” Y este hombre, haciendo gala de una simpleza y buena voluntad sorprendentes, nos indicaba atajo, ruta y tiempo que tomaríamos en llegar hasta la cumbre. ¿Será que el Mauco es un destino natural para la gente de Colmo? Contentamente agradecidos de cualquier manera cruzamos la línea del tren, que para el pueblo es como una puerta horizontal y plana, de acceso o de salida “según se va o se viene”. El hombre se quedó del lado del pueblo. Y así mismo de contentos y agradecidos nos despidió el tren que venía de Ventanas y enfilaba hacia San Pedro cruzando la única calle de Colmo, cerrándole el paso durante el asombroso tiempo de un kilómetro completo, con ruedas y todo, lo que no es poco pues ese kilómetro contenía incluso a un solitario maquinista que nos despedía asomado por una ventana de la locomotora a petróleo, advertido sin duda de la importancia de nuestra expedición por quién sabe qué artilugios de aquel paraje.

Efectivamente nuestra expedición comenzaba con maravillosos augurios. El atajo indicado nos ahorraba un cuarto de hora de camino y el humor iba en alza. Al llegar al cruce del camino a Quintero con el canal Mauco llamamos a comparecer a la reverencia, y se nos hizo necesario hacer una primera ofrenda para preparar el espíritu y contar con un buen viaje. A partir de ese momento comenzó en realidad nuestro viaje, porque desde que a la Pachamama o a la Mapu la creímos vigente en tanto era un suelo con un espesor cultural que se nos iba revelando, y fuimos nosotros mismos despojándonos de unas cosas que cargábamos hacía ya mucho tiempo y camino, es que nos encontramos con una condición humana que la urbanidad no permite sacar a flote, pero que aquí, al pie del Maung Co hacíamos dialogar de modo natural a medida que ascendíamos. Aquel diálogo no siempre era fácil, pero creo que siempre fue alegre.